16 febrero 2008

El mudo (cuento)

I. Castillo de Son Torrella, febrero de 1301

El anciano contemplaba el fuego, dormitando a ratos. Un criado avivó la chimenea en silencio, mientras la luz del sol que se filtraba por los angostos ventanales del salón languidecía. Fuera, el traqueteo de los caballos que llegaban procedentes de la aldea provocaron que Afel, el enorme perro que descansaba a los pies de su amo, irguiera brevemente la cabeza y las orejas.

El criado se volvió y se dio cuenta de que su señor estaba despierto.

-Don Pedro, es su nieto que regresa de la parroquia. ¿Voy a buscarle?

-Antes querrá ver los conejos. Déjale que corretee un poco primero.

-Hoy han nacido dos. Le volverá loco verlos –dijo el sirviente, que adoraba al pequeño tanto como a su amo.

-Si te pide uno, debes negárselo. Ya tiene un cordero que cuidar y acabaría cansándose. Si hace falta, le dices a Doña Felisa que esas son mis órdenes. Y ahora déjame solo. No me encuentro bien.

-Como mande, Don Pedro. Voy a ocuparme del niño.

Las alpargatas del payés devolvieron un débil eco sobre el pavimento de piedra de la inmensa estancia mientras se alejaba hacia la puerta. Don Pedro alzó de pronto la voz:

-¡Andrés!

El criado volvió sobre sus pasos.

-Dígame, señor.

-No le des el conejo.

-No, señor.

Cuando Don Pedró despertó, gruesas cortinas cubrían las ventanas. Las lámparas de aceite se agitaban con la corriente y las llamas crepitaban en la chimenea. Doña Felisa, sentada junto al fuego, bordaba con lentitud.

-Abuelo, ¿está despierto?

Pedrito miraba fijamente al anciano, con una expresión entre pícara y preocupada. Un cachorro de conejo se debatía inútilmente entre sus bracitos.

Don Pedro se levantó de su asiento. Aunque seguía siendo un hombre fuerte, de vez en cuando tenía que esforzarse más de la cuenta para dejar su sillón favorito. Él procuraba no demostrarlo y los demás fingían no advertirlo. Tomó a Pedrito en brazos y le riñó, con falsa severidad.

-¿Qué haces tú con este conejo?

Pedrito se rió. Luego, como si recordara algo de pronto, su carita se puso seria. Su abuelo iba preguntarle qué le ocurría, pero el niño, adelantándose, inquirió:

-Abuelo…

-Dime.

-¿Por qué le llaman a usted “el mudo”?

Doña Felisa miró rápidamente a su padre, horrorizada. Él, sin responder, contempló el fuego largo rato, mientras el dolor de los recuerdos le atravesaba, con la crueldad de los niños inocentes.

Don Pedro acarició suavemente la cabeza de su nieto.

-Mañana no irás a la parroquia. Tenemos que visitar un lugar. Tu madre, tú y yo. Los tres solos.

II. Palma, diciembre de 1229

El soldado corría gritando en lo alto de la muralla. Blandía un arco con la mano izquierda. Con la derecha aferraba desesperadamente algo parecido a una pelota. Abajo, el oficial de la guardia real, a quien estaba llamando, le observaba con atención, como si los incendios que le rodeaban o los proyectiles que caían junto a él hubieran dejado de existir.

-¡Mohamed! ¡No abandones tu puesto!

-¡Al-Mansur! ¡Espérame! ¡Es una desgracia terrible!

Al-Mansur observó con indignación al soldado, que parecía a punto de derrumbarse. Sin saber qué hacer, se quedó quieto donde estaba, mientras Mohamed descendía por la escalera de piedra, sollozando. El oficial se fijó con aprensión en el objeto que su subordinado portaba bajo su brazo derecho. Un instante más tarde comprendió de qué se trataba.

“Oh, señor, haz que no sea él…”. Pero, al mismo tiempo en que expresaba mentalmente su plegaria, adquirió la certeza de que lo peor había ocurrido. Ahora Mohamed ya estaba frente a él, de bruces, humillado por su propio dolor y aterrorizado por la noticia que llevaba consigo. Extendió los brazos. A su izquierda estaba aún el arco. Su mano derecha sostenía una cabeza ensangrentada. Sin el cuerpo al que pertenecía, semejaba parte de un muñeco mutilado.

Al-Mansur se volvió, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas. No era aquella visión espantosa lo que le emocionaba, sino el reconocimiento fatal del despojo humano, arrojado al interior de la ciudad por los sitiadores. Era el último resto del general Fatih-Ellah, su superior, su amigo y la última esperanza del Reino de Mallorca en detener la invasión de los bárbaros cristianos.

Por fin volvió en sí. Se inclinó sobre Mohamed y, de un tirón, le obligó a levantarse.

-Debes ir al palacio real y entregar allí la cabeza de Fatih-Ellah. Luego espérame en la Puerta del Campo.

Mohamed le miraba, sin comprender.

-¡Obedece! –exclamó Al-Mansur- Sin tu ayuda no podré hacerlo.

Y, como para sí mismo, añadió:

-Tenemos que salvar a su esposa y a su hijo. Se lo prometí en la misma puerta de su casa, cuando partió al combate.

Una hora más tarde Mohamed esperaba con angustia a Al-Mansur y a su comitiva junto a la Puerta del Campo, por la cual se desparramaba ya una muchedumbre presa de pánico. Estaba sentado sobre un pesado cofre que había transportado a hombros desde el palacio real. Le dolía la espalda, pero el oficial de la guardia le había encomendado su custodia bajo pena de muerte. Mientras se secaba el sudor, comenzó a barruntar qué contenía.

Enseguida llegó Al-Mansur conduciendo un carro de campesino. A su lado, con expresión asustada, estaba sentado un niño de no más de diez años. Mohamed se levantó de un salto, cargó al cofre en la parte trasera y subió a bordo.

-¿Y su madre?

-Se queda –respondió Al-Mansur sombríamente-. Ha ido a Palacio. Pretende compartir la suerte del Rey. ¿Qué es ese cofre?

-El Rey ordena que lo entreguemos al niño. Respondemos con nuestras vidas.

Al-Mansur contempló el objeto con curiosidad. Si intuyó lo que podía haber en su interior, guardó su opinión para sí.

-Pondremos el niño a salvo con el cofre y regresaremos –dijo lentamente. Y sin mirarse, comprendiendo que era el fin, ambos soldados afrontaron con indiferencia su destino.

El carruaje salió de la ciudad. Al-Mansur decidió dirigirse hacia el nordeste. Tras una jornada de viaje, el resto de la muchedumbre de fugitivos se había desperdigado ya en múltiples direcciones. Recorriendo una antigua senda romana, la ya solitaria comitiva se internó en el bosque que señalaba el fin de la llanura, a ambos lados del torrente que años después se conocería con el nombre de Coanegra.

Al poco rato, en pie desde la entrada de la cueva, sin comprender aún lo que sucedía, un niño aturdido vio cómo sus salvadores se alejaban en el mismo carro en que le habían traído. Junto a él, sobre las piedras, yacía todo su equipaje: dos mudas de ropa, un odre de agua, una cesta con viandas para tres días, una trampa para cazar conejos, un arco y un carcaj con flechas. En el interior de la gruta, un rincón con la tierra removida delataba el lugar en que había sido enterrado el cofre del Rey.

Lloró mucho rato, a causa de la desesperación y de las emociones sufridas. Luego, siguiendo el severo consejo de Al-Mansur, secó sus lágrimas, prometió no volver a derramarlas jamás, se despidió del mundo que acababa de extinguirse y, tras suplicar auxilio a su Dios, se dispuso a sobrevivir.

III. Coanegra, febrero de 1301

Don Pedro tenía ochenta y dos años, pero su cuerpo y su corazón se mantenían fuertes. Apenas denotaba cansancio cuando, llevando de la mano al pequeño Pedrito y seguido de cerca por Doña Felisa, su madre, llegaron a un oscuro portal abierto en la roca. La larga conversación que habían mantenido desde que habían salido a pie de Son Torrella se interrumpió por fin. El niño entró de inmediato, seguido alegremente por Afel. Desde el interior de la cueva, su voz resonó envuelta en mil ecos.

-¡Abuelo! ¿Aquí le dejaron a usted los moros Mohamed y Al-Mansur?

-Aquí fue, Pedrito. Ellos murieron a los pocos días defendiendo el Palacio Real junto a tu bisabuela, las demás familias nobles, el Rey, su esposa y todos los demás oficiales y soldados que quisieron acompañarle. Así terminó un mundo que hoy no recordamos y del que nadie quiere hablar.

Afel husmeó furiosamente una madriguera, tratando de excavarla e interrumpiendo con sus juegos el grave discurso de su amo. Doña Felisa hizo algunos gestos implorantes a D. Pedro, pero éste continuó.

-Para que no me reconocieran los cristianos, fingí que era mudo. Viví cinco años en esta cueva, alimentándome de frutos silvestres y de conejos que aprendí a cazar. Me hice un hombre. Luego el señor de Son Pou, Don Bartolomé, me acogió en su casa y me empleó. Comprendí que el Dios de mi pueblo, por el que tanta sangre había corrido, era en realidad el mismo Dios misericordioso de los cristianos, y fui bautizado. Todos siguieron creyendo que era mudo, hasta que un día tuve que hablar para defenderme de la acusación de un delito del que era inocente. Y con el tiempo me casé con la hija de Don Bartolomé, Catalina, la persona más maravillosa de este mundo. Tú no la has conocido.

Ahora Pedrito había salido de la cueva y observaba a su abuelo atentamente. Por el bolsillo de su pantalón asomó, como observando el mundo desde una segura atalaya, la cabeza del conejillo.

-Pero abuelo –observó el niño, mientras acariciaba su pequeña mascota-, si no tenía usted nada ¿cómo es posible que ahora sea rico? ¿Cómo llegó a poseer Son Torrella?

-Todo lo que tenemos, hijo –dijo por fin Doña Felisa-, se lo debemos a Abu Yahia, el Rey musulmán. Los cristianos le mataron después de torturarle, por haber cometido el delito de defender su casa, su tierra y las de los suyos. El cofre que por su orden se entregó al abuelo estaba lleno de joyas y monedas de oro, suficientes para asegurar la fortuna de tres generaciones. Así quiso premiar la fidelidad de tus bisabuelos.

-Abuelo, ¿también se llamaba usted Pedro cuando era moro?

Don Pedro parecía ahora más joven, como si el peso que durante años cargó sobre su conciencia hubiera desaparecido. Sonrió a su nieto y respondió:

-Eso lo he olvidado.

No hay comentarios: